sábado, 17 de enero de 2009

LAS PUERTITAS


Había una vez un hombre fascinado con las entradas y las salidas, uno y el mismo el genial artefacto objeto de sus oficios y duermevelas. Facilitadoras u obstáculos en el pasaje entre unos y otros mundos, las puertas eran su sustento y su pasión. El tipo de este cuento, donde quiera que fuera se situaba cerca de una puerta, entraba con mucha advertencia previa y salía con el mayor de los sigilos y siempre a solas. Pasar para ser testigo y partir por pura fuerza de costumbre. Volver. Arrastrado por la misma fuerza, o bien por pura curiosidad. Golpear antes de entrar por la delicia de sacar del closet al niño obediente.

Vaya si las puertitas de este hombre le habían abierto caminos! Trabajo, amores, amigos. El tipo llegaba a un lugar desconocido y muy vagamente se daba a conocer, como El Portero. Las puertas son para todos, decía, o para muchos, y así se sentía un ser comunitario. Pero tenía una puerta de uso exclusivo. Su puerta. Sus cerrojos. Nadie sino él había entrado jamás a la habitación que custodiaba. Esa habitación no encerraba más que polvo, podredumbre y trastos viejos. Pero era su magneto, su amuleto de poder, su privilegio. Era esa puerta, era esa llave, el objeto de las ansias de la mujer que lo adoraba al pobre viejo, preso de su sinrazón.

El hombre adoraba las puertitas, su mujer se enganchó. Reverenciaban la puerta como náufragos a la deriva que realmente eran. Mientras hay una puerta cerca, hay esperanzas. A pura fuerza de pasajes, portazos y tabúes de ingreso se fue construyendo la historia de los dos y sus seis y el resto de su mundo de siete u ocho.