sábado, 15 de septiembre de 2007

Esqueleto De Una Relación

Cualquiera

Hubo una vez una Señorita que conoció a un Señor (llamémosle Y) en un momento de su vida en el cual lo único que buscaba era un cuerpo que tocar. Al Señor Amado ya lo había encontrado hacía mucho. Pero la relación que con él había entablado, que en todo aspecto era ideal, padecía de una insuficiencia cada vez más grave: el susodicho era intangible. No por creación histórica, menos real.

Cuando vio al Señor Y por primera vez era de noche. De lejos era bastante parecido al Señor Amado, quien sufría del terrible menoscabo antes mencionado. A la señorita se le encendió ESA luz interna, que irradian los ojos, la sonrisa y la piel. Se acercó al Señor Y y lo sedujo con horrísonos ardides: lo escuchó atentamente, fingió que lo que escuchaba era asombroso y profundo, que sus planteos eran verdaderos desafíos intelectuales. El Señor Y estaba fascinado con la Señorita: nunca antes había conocido a alguien que lo comprendiera, lo aceptara y lo compartiera tan plenamente. El Señor Y no buscaba nada específico: compañía, complicidad, cierta ternura, en fin, una pareja. La Señorita le venía como anillo al dedo.

Pues bien, la Señorita necesitaba mantener distancia con el Señor Y para que éste sirviera a sus propósitos. Hubiera deseado que fuera mudo, mejor aún, que tuviera una unidad para el disco que ella tenía preparado, y que siempre llevaba consigo a la espera de una ocasión propicia. Pero, por más que buscó concienzudamente -y debe saberse que no era fácil desviar a la Señorita de sus propósitos- no pudo hallar en el cuerpo del Señor Y ningún accesorio de audio. Sin embargo, durante sus exploraciones encontró que el Señor Y poseía ciertos accesorios, uno en particular, que le resultó de sumo interés, y posteriormente, de la mayor utilidad como herramienta para llenar agujeros.

Pasaba el tiempo, y la cercanía con el Señor Y, a pesar de ser gozosa, se fue volviendo cada vez más amenazante. Esto constituía un gran problema, porque las manos de la Señorita se habían vuelto adictas al cuerpo del Señor Y, y no eran felices haciendo cosa alguna que explorarlo. (El Señor Y, a todo esto, encantado).

Así fue que a la Señorita se le ocurrió una brillante idea: si el problema era la relativa proximidad de sus manos a su propio cuerpo, y de éste a su mente y a sus fantasías, lo que había que hacer era... ¡ejercicios de estiración! ¿Por qué no? “Todo puede resultar como uno se lo proponga, basta con desearlo intensamente”, se decía, “si piensas que puedes, o piensas que no puedes, tienes razón”, se repetía. Por otra parte, era fundamental rescatar al Señor Amado de los ojos oceánico-hipnóticos del Señor Y, donde se estaba ahogando aquel, y ella con él intentando salvarlo.

Inmediatamente - cual era su habitual modus operandi- puso en marcha su plan. Se dirigió directamente a las casas especializadas en el rubro: compró todo tipo de extensores y una barra para clavar al techo, de la cual debía aferrarse durante -al menos- trece horas al día. Compró también alrededor de dos mil litros de una solución de caucho, que, le aseguraron, comenzaba a hacer efecto luego de la vigésima ingesta.

De esta manera, la Señorita comenzó a realizar, metódicamente, los ejercicios y las ingestas, y efectivamente, sus brazos comenzaron a estirarse. La Señorita vivía ahora, no solo para sus ejercicios y pociones, sino para confeccionarse camisas y buzos, acordes a sus extraordinarias proporciones.

Debe señalarse que todo esto le estaba resultando muy gravoso. Este hecho no es menor, porque llevó a que el factor dinero comenzara a gravitar de manera notoria en la realidad de la Señorita y de su relación con el Señor Y: ella ya no tenía como solventar las frecuentes salidas nocturnas, ni siquiera le alcanzaba el dinero para compartir los gastos, como lo hacían antes, así que paulatinamente, él comenzó a pagar por ella con total regularidad. Esto fue llevando, imperceptiblemente, a la relación a un plano de domesticidad que era un nuevo factor desestabilizante para la Señorita (el Señor Y, era, evidentemente, inconsciente de este hecho, ya que solo lo movían antiguos preceptos relacionados a la identidad masculina y sus roles).

El Señor Y apenas si notó el cambio cuando era acariciado por la Señorita, hallándose esta a una cuadra de distancia. El no sentía la necesidad de tocar, claro está, ni de estar cerca: simplemente quería ser tocado. Así pasó un año, durante el cual, la Señorita se sintió casi feliz. El Señor Y hablaba y hablaba, pero a esa altura ella estaba tan lejos que sus palabras no lograban turbar sus sueños. Pero un día, quiso el viento que las palabras de él llegaran a oídos de ella, y a través de ellos, directamente a su conciencia, avasallando todas las barreras que ella estratégicamente había ubicado en diversos puntos clave. Él estaba hablando de un viaje a la India. Decía que se iba a ir por un año o más. De golpe, todo el mundo perfecto de la Señorita se vino abajo. Pensó, ¿pero qué soy para este desgraciado? ¡Ni siquiera se da cuenta de que estoy acá! Y empezó a emitir una serie de ¡IUJUU! ¡ACÁ ESTOY!, Pero él no la oía, y ella siguió vociferando IUJUUS hasta perder la voz, y como en un acto reflejo, sus larguísimos brazos se enroscaron alrededor de él, y súbitamente quedaron cara a cara: ella seductora, sonriente, triunfante, parecía expresar “ahora te tengo atrapado. Estás en mi poder”, y él “De ninguna manera. Soy libre”. Ella comenzó a desesperar. Conjugó el verbo amar: yo te amo, tu me amas, yo no te voy a esperar, me vas a perder”; conjuró la culpa: “si te vas, me muero” “¿Cómo podés ser tan egoísta?” ; a las promesas: “¿Y nuestros proyectos?” “Y cuando me hablabas de casarnos, ¿me mentías?”. Llegado este punto el Señor Y la miraba con incredulidad y asombro. ¿Qué proyectos? ¿De que promesas me habla?. Obviamente él se había equivocado, ella no era la mujer de sus sueños, porque no lo comprendía, le quería poner límites, lo estaba asfixiando. Él debía liberarse. Esta mujer era una extraña, una loca, no su Señorita Amada. ¿Acaso no le había dado a entender durante todo el tiempo que llevaban juntos, si bien no a través de palabras, a través de actitudes, que ella era un espíritu libre como él, que aborrecía el compromiso, que no creía en el matrimonio? Esta boa constrictora definitivamente no era ya la Señorita Amada, o quizás nunca lo había sido. Recordó la historia de Adán y Eva, y comprendió que en el paraíso nunca hubieron tres almas parlantes. Nunca lo había pensado antes. En ese mismísimo instante se dio cuenta de algo fundamental: ¡las serpientes no hablan!. Obviamente la moraleja de la historia es... que toda mujer, tarde o temprano, se convierte en boa y acaba por querer comérselo a uno.

Ella gritaba, lloraba, se desesperaba. Exploraba los ojos de él detenidamente, y ya no hallaba allí al Señor Amado, el amado era ahora el Señor Y, justo ahora que se estaba desvaneciendo. Toda su vida futura pasó volando frente a sus ojos: los dos embarazos, los dos partos, las Navidades en familia, el día que el hijo mayor se recibió de médico, la menor de arquitecta. La emoción el día del casamiento de su hija. El dulce sentimiento de nido vacío cuando su hijo se casó. La llegada de los nietos, la vejez apacible, rodeados durante el día de los cinco nietos, y por las noches, todas aquellas veladas de invierno, ambos contemplándose, tomados de la mano frente a la chimenea, sentados en el sillón de terciopelo verde, leyendo cuentos en voz alta, o rememorando viejos tiempos. La Señorita perdió el control. Peor aún, perdió el equilibrio y cayó hacia adentro. Descubrió que todo en ella era destrucción, caos, noche. Se encontró dentro de su propia cáscara enorme, diminuta y helada. Contempló aquellos ojos azules que lo eran todo, ahora que no tenía nada, y presa de un último ataque de pánico, en un postrer esfuerzo por detener la caída, se zambulló en ellos.

El viento jugó un rato con la cáscara.

Un hombre que años ha había perdido el cuerpo de su Mujer Amada, recogió la crústula abandonada; tras un detenido examen la juzgó adecuada, y comenzó a idear la manera de insertar a su pretendida dentro del feliz hallazgo.