martes, 12 de agosto de 2008

ESTA SEMANA ME MUERO


El tipo se levantó el domingo con una claridad extraordinaria a medir por los excesos de la noche anterior. Abrió los ojos de par en par, fija la mirada en la mancha de humedad del cielorraso que encontraba su centro y destino en la panza de una gota por caer sobre su frente, y por primera vez no se preguntó como remediar la gotera, sino que tuvo una de esas certezas infalibles que había tenido ya en siete ocasiones anteriores. Esta semana me muero, dijo tranquila y claramente.
La mujer que dormía a su lado ni siquiera se movió. Mientras no sea de algo contagioso... fue su pensamiento, fugaz y no muy preocupado ya que se había cuidado bien. Se habían encontrado en un boliche oscuro la noche anterior, y no había habido mucha charla. Así es que poco podría importarle la fatal certeza del hombre. Sin abrir los ojos, reflexionó sobre los pasos que la habían llevado a compartir su salud perfecta con ese enfermo. Pero que mujer no se ha sentido así, se consoló, y decidió seguir durmiendo un rato más, aprovechando que era domingo.
Al tipo lo sorprendió la falta de emoción con que acogió la noticia. Enseguida resolvió que el lunes no iba a ir a trabajar. Y que no volvería a trabajar en lo que le queda de vida: a lo sumo, seis días más. Pensó en el resto de sueldo que le quedaba en la cuenta, destinado a pagar alquiler, tarjetas, luz, teléfono y todo lo demás. Se levantó y encendió la PC, iba a comprar un pasaje barato a Hawai. Marchó al baño, como hacía todos los días, mientras laboriosamente su pc cobraba plena funcionalidad. Se peinó la barba con las manos, mirándose al espejo. Su expresión apesadumbrada no coincidía con el íntimo alivio que sentía, ni con los alegres proyectos de su conciencia. Entre los luminosos de No Más Cuentas, No Más Oficina, No más Gotera, Playas Hawaianas, Chicas y Cócteles, el pobre tipo quedó partido, a juzgar por el rostro en el espejo que no cedía tan facilmente a la promesa de goce inmediato. Pero más de cinco minutos al día, no está bien permanecer frente al espejo. Así que del baño a la cocina, a preparar un café y pedir unas medialunas por teléfono, en honor a su huésped, y a las certezas.
No se bañaría, disfrutaría a fondo de su calor, de sus sudores y de sus hedores. Se cambiaría sólo para partir hacia su soleada playa.
La mujer se levantó, justo al tiempo que el delivery tocaba el timbre. Luciendo sonriente y cómoda se sentó a la mesa. Parecía una persona que cada mañana se levanta en una casa distinta, pensó el tipo. Y se alegró por ella. Nada más lejos de lo que ella sentía, vestida con ropa de noche en plena mañana, sintiéndose ajada y espectral. Siendo ella de las que siempre buscan el lado positivo, decidió disfrutar del desayuno como un regalo inesperado de la vida. Lo cual hizo, sin forzar interacciones con su acompañante, y marchándose luego para seguir con su vida.
Comprado el pasaje, armó su maleta, prendió fuego su casa y se marchó al aeropuerto sin considerar llamar a los suyos para despedirse.

Se sentó a esperar su vuelo, leyendo En Busca del Tiempo Pérdido, el infaltable de cualquier intelectual. Y él, a pesar de presumir serlo, jamás había llegado más allá de las primeras páginas. Leyó varios capítulos, antes de que el vuelo anunciara su partida, y lo tiró en la papelera antes de abordar: ya no habría tiempo para terminarlo.
Junto a él se sentó una mujer de ojos hechizados, ataviada de velo y turbante. Pensó entonces que su semana se había reducido a un sólo día, ya que su intempestiva decisión lo había catapultado a este avión que sería secuestrado por terroristas islámicos. Ella mantenía su mirada, sin inquietud y sin curiosidad. En mitad del océano, se levantaron seis personas dispersas en el avión, abriendo sus abrigos para mostrar sus cuerpos cubiertos de armas y explosivos, y en medio de gritos y amenazas tomaron control de todo el avión . Una comitiva de japoneses avezados en artes marciales les hizo frente, y en pleno tumulto el avión comenzó a caer. La mujer sentada a su lado había abierto la puerta, y tras empujar al vacío a varios pasajeros le indicó a Roberto que era su turno. Roberto no tenía apuro. Y mientras la mujer forcejeaba con un gordo que gritaba y luchaba histérico, el avión dió una sacudida violenta a raíz de una explosión y comenzó su brutal descenso en pedazos. Roberto se aferró a su asiento y aceptó calmado su fin, esperando sólo que no doliera. Cuando abrió los ojos, lentamente fue sintiendo cada una de las partes de su cuerpo entumecido y se encontró flotando a la deriva en un inmenso colchón inflable junto a la mujer de ojos hechizados que con todo seguía apreciando. ¿Sería posible que hubiera burlado a la muerte? Roberto, enmudecido, no sabía que sentir al respecto. No había horizonte a la vista, y su compañera de balsa no lucía contenta ni conversadora. Rebuscó ella entre sus trapos mojados, y produjo un pomo de protector solar. Se lo aplicó en los pocos sectores de piel expuestos al sol, y luego le ofreció a él. En ese momento Roberto rió feliz, recapitulando las últimas horas de su vida. Mientras dosificaba la loción en su mano, una ola descomunal que él no supo ver venir volteó la balsa, lo hundió a extraordinaria profundidad y se vió frente a las fauces abiertas del feroz tiburón, sin tener tiempo de asustarse ni de sentir dolor.