Hoy desperté angustiada. A pesar de lo cual me levanté y retomé mi rutina diaria. No recuerdo que soñé, y si acaso ese sueño me distrajo un rato del ensueño al que cada día despierto. Cada mañana ni bien verifico tu ausencia, me dedico a soñarte. Pasa el día, y no recibo noticias tuyas. La vida me pesa, me molesta, no entiendo para qué sigo acá, por qué no puedo nacer de vuelta en algún mundo donde el amor sea cotidiano y tangible. Lo nuestro ha sido siempre un bello sueño. Vuelvo a esa tarde perfecta, y en el corazón mismo del paraíso reconozco el vacío. Allí estábamos los dos, juntos y solos, y los silencios, las tensiones, el aburrimiento y el deseo de partir. Allí vuelvo sin embargo. Cuando estuvimos juntos, aquella tarde única de primavera, entre el arte y la belleza, entre caricias y siestas.
Ahora todo es dolor, y aquella mujer que fué feliz contigo debe morir. Ya no la alimentes. Debe morir.
Una mujer vieja y vencida está por ocupar su lugar. Es preciso, darle espacio. Porque la vejez y la derrota son imprescindibles, y sólo a los más fuertes les es dado el privilegio de portarlas por el mundo, para que otros puedan darse cuenta de lo afortunados y felices que son. Estoy condenada a seguir acá por ahora. Hasta que algún poder superior se de cuenta que ni soy fuerte, ni valgo la pena, así como estoy: llena de lágrimas que atenazan mi garganta y oxidan mi osamenta. Cargada de dolor sobre los hombros, paralizada. Rodeada de fantasmas, yo aquí sin alma. Con un cuerpo que fuertemente acorazado, resiste sin derecho y sin consciencia.
A ti no te importa. Tu no me recuerdas. Hace mucho que estoy muerta. Tanto que recién había empezado a vivir entonces. Y ahora soy vieja. Y estoy cansada. Y muy, muy triste.
Mucho tiempo quise saber por qué no me quisiste. Qué me faltaba, por si lo pudiera conseguir. Qué te faltaba a vos, por si podía dártelo. Cada pregunta tuvo silencio y dolor por respuesta.
Solo deseo ver tu rostro y tomar tu mano en el instante de partir.
Sin más,
aquella.